La violencia como estrategia: consideraciones preliminares

Colaboración para el libro “Sociodialogando a propósito de las calamidades”, editado por El Aleph, dentro de la colección Insumisos Latinoamericanos.

La Violencia como estrategia: reflexiones y dilemas sobre las calamidades 

 

– Consideraciones preliminares

Trasladar nuestro pensamiento a la realidad que queremos abordar es el verdadero reto en el método de estudio de unas ciencias sociales que, en exceso, se contemplan a sí mismas orgullosas de procrear teorías con contenidos muy marcados, pero con escasa habilidad  para dejar las puertas abiertas a la imprecisión.

Si centralizamos la discusión o la mirada en las preguntas, aprendemos por un lado a focalizar un determinado modo de pensar enfrentándonos a un conjunto de circunstancias sociales que nos sortean por todos lados y, por otro, ejercitamos la noble tarea de no anticiparnos a resultado alguno.

Y si bien pudiera parecer un modelo anárquico esta forma de situarnos ante cualquier estudio, lo que vaticina es, ante todo, un rastreo profundo desde el interrogante más inesperado, dado que estamos ante la continua posibilidad de plantear problemas a partir de todo aquello que observamos, pero reconociendo que ese reducto va mucho más allá de la primera vigilancia.

Todo parece indicar que quien domina y quien pretende resolver toda existencia social con un discurso político o económico acotado a unos determinados parámetros resueltos de antemano, lo que hace es constatar la fuerza de una ideología de control, amortiguando no solo la posibilidad de discusión y la batalla dialéctica, sino lo que es peor, minando la irrupción de otros modos de ver.

La lógica de la orientación viene marcada por el norte. Pero en este caso el norte es la incógnita, la capacidad de cuestionar e interpelar hasta que surja una talla allí donde sólo parecía haber una astilla.

Photo by Joséluis Vázquez Domènech

Photo by Joséluis Vázquez Domènech

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Introducción

 

En un primer momento me parecía juicioso observar e incluso delimitar las diversas opciones de la violencia, pero dada la urgente necesidad de toparme con el terreno que pisamos he resuelto concretar con la más dura de las circunstancias, esto es, con las diversas expresiones de los Estados en su relación con la violencia. Y todo porque a día de hoy hay una excesiva participación de sus agentes en la transmisión de conflictos liderados por ellos mismos.

 

Comúnmente se reconoce desde la Sociología la solvencia del ejercicio del poder considerando que quien lo ejerce tiene el derecho de uso de la intimidación y la amenaza. Un uso no regulado explícitamente en toda su extensión, pero que casi siempre se realiza desde las diferentes jurisdicciones estatales. Los cuerpos militares o policiales no son solo presencia para promover el orden, también lo son para defender las tropelías de quienes los dirigen, y ese es el comienzo de todo capítulo para explicar la debacle, la sinrazón asentada en el ejercicio del terror.

 

  • Hablaré así del corto trayecto que hay que recorrer, dada su propia negación y su estrepitoso fracaso, para sacar a la luz ese ejercicio de violencia legitimada, pero injusta, cruel y despótica.

 

  • Y expondré del mismo modo la necesidad de desestimar las conjeturas insidiosas o aquellas que defienden las injusticias, puesto que estamos en la obligación de alejarnos de las teorías sociales y políticas que no terminan de concretarse en nuestras vidas. Es decir, hay que dar paso a la realidad, y no seguir dando cobertura al principio de ningún mandato que no proceda del pueblo si estamos hablando de democracia, o no alabar la existencia de Constituciones si son inoperantes en gran medida.

 

  • La controversia mayor con la que nos enfrentamos es saber cómo destapar al propio Estado, mostrar que su poder de coacción es casi siempre ilegítima, y poner en evidencia que más allá del reino de la razón lo que impera es el gobierno de la fuerza.

 

Ni que decir tiene que quien sale enormemente debilitada de esta conjetura es, además del propio Estado, la Democracia. Pero ello a estas alturas de la vida no nos convierte en pesimistas ilustradores de la historia, sino en reconocedores de una nueva desventura. El Estado moderno está concebido como una verdadera maquinaria, cuyo objetivo único es tener la capacidad para reparar cada cierto tiempo las fisuras de su aparato represor e ideológico. Y dado que es imposible su efectividad sin alguien que lo dirija, queda expuesto abiertamente que quien lo hace no solo es enemigo del pueblo, sino también aniquilador de su esperanza.

 

En la ecuación Estado, Violencia y Democracia, todo apunta a pensar que despejada la segunda incógnita se resuelve mejor el problema, pero me dispongo a dibujar otra parábola, porque sin el modelo actual del Estado habría mucha menos violencia, y ello determina que es hacia éste donde hay que redirigir la mirada.

 

  • Los tres poderes supuestamente independientes son anhelo de una libertad enclaustrada. Sus ilusiones no duran más allá de toda puesta en escena, y si no les acompaña una igual repercusión en toda la ciudadanía, se desintegran…

Se puede ser libre, pero no en el mercado sino en la vida, y se debe ser igual en las verdaderas condiciones de partida. Para eso está el Estado y ese debería ser el papel de la Democracia, pero se inventaron sin complejos nuevos tipos de violencia…

 

  • Y frente a ellos, de cara al futuro, solo cabe la salida, y reformular nuestras condiciones de vida. ¿Puede, más allá del Estado, darse un nuevo paradigma?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

01- ¿Cuándo es ley y cuándo es crimen el uso de la violencia?

 

La expansión fuera de lugar protagonizada por la violencia durante este siglo invita a pensar que no hay posibilidad alguna de revelar su existencia sin poder hablar del enorme conflicto que acarrea, visible sin lugar a dudas en las grandes migraciones que causa. Son innumerables las señales de horror y zozobra que están vivas en nuestras sociedades, pero lo son también las intransigentes medidas para afrontarlas que desde la política se plantean.

 

En tales circunstancias se resquebrajan los fundamentos que sostienen al Estado como garante de una convivencia pacífica, y las democracias se vuelven permeables a toda una serie de extraños acontecimientos respaldados por una legalidad encorsetada propia de situaciones de urgencia.

 

En dicho contexto podríamos rastrear, por ejemplo, el mapa socio-político tras los asesinatos de Ayotzinapa, ¿muestran las trágicas consecuencias de dicha violencia, o lo que vienen a reflejar es la expresión de fuerza de un Estado que recurre a ella para no ceder ante la vigilancia de la democracia?

 

Casos así hacen posible que poco a poco se vayan sucediendo (y lo que es peor, permitiendo) un mayor número de situaciones violentas y represivas por parte de los Estados, con actuaciones que pretenden ser normalizadas e incluso necesarias, pero que lo único que consiguen es pervertir las libertades e impulsar las tiranías.

 

Las consecuencias de todo amanecer invernal van exigiendo refugio, calor y la protección necesaria frente a tanta barbarie. Pero he aquí que estamos ante un dilema que poco ayuda para resolver la opulencia de tanta mezquindad. ¿Cómo vamos a buscar abrigo en casa de nuestro propio verdugo?

 

Revolcándonos en la legitimidad de la violencia no alcanzamos a subsanar tanto delito. Pero hemos de hacerlo para gravitar a su alrededor y después posibilitar un nuevo argumento.

 

La pregunta inicial, por tanto, se mantiene y ha de ser pragmática. ¿Cuándo es ley y cuándo es crimen el uso de la violencia?

 

En toda forma de Estado se define a éste como única entidad autorizada para ejercer la violencia en el territorio que lo conforma. Esta teoría ha de contemplar la legitimidad necesaria, otorgada lógicamente por los habitantes que en dicho territorio se integran.

Dicha legitimidad es concedida bajo unas premisas determinadas, pero éstas se encubren y tergiversan hasta el punto de traspasar todo límite de legalidad y, además, querer ocultarlo.

El monopolio de la violencia recae en manos del Estado y, por tanto, nadie más podrá apropiarse de él sin que sea penado o criminalizado. La excepción vendría de la promulgación de leyes autorizadas para tal fin, es decir, de la posibilidad de utilizar la violencia para defenderse uno mismo o para defender sus propios bienes (entendiendo siempre que dicha autoridad es ofrecida, claro está, por el propio Estado).

Esta arquitectura administrativa se extiende a todos los países de nuestro entorno, y si bien el Estado concentró los medios de violencia para pacificar la sociedad, todo parece indicar que en su desarrollo abrazó la causa de la disciplina como eficaz medida de control y seguridad.

Hasta tal punto ha sido así, que abandonando su función principal ha terminado por ensalzar un Estado penal donde las doctrinas autoritarias son la máxima en su actividad.

Así, el interrogante se bifurca. Por un lado habría que determinar dónde están los límites de su ordenamiento y, por otro, constatar cómo se procede para despojarnos de tanta justicia.

Si algo hay que revelar sobre el modo de pronunciarse de nuestras democracias es, sin duda alguna, el excesivo uso de reglamentaciones ad hoc para minimizar la respuesta ciudadana. Queda claro que los respectivos gobiernos se apropian de todas las licencias  para consagrar sus arbitrarias formas de articular el poder. Y subsiste así una estrategia que inmediatamente conduce a  una ruptura importante entre las estructuras estatales y el conjunto de la sociedad.

Considerando las múltiples maniobras empleadas por las diferentes jefaturas nos daremos cuenta de que estamos enfrentados a manipulaciones sociales de alta intensidad. Dichas estrategias están dirigidas con precisión, con el único fin de limitar la defensa de nuestros derechos y profanar los valores de nuestras libertades. Generalmente arropados bajo argumentos exóticos y subvencionados por el capital y los beneficios de las élites.

El funcionamiento de los sistemas de partidos, la regulación de las representatividades políticas, las licencias de comunicación y libertad de radio y prensa, las construcciones de mayorías irrelevantes con las cuales poder gobernar, el fraude de la separación de poderes o la implantación del miedo como elemento propulsor que nos coacciona, son solo una pequeña parte de las perturbaciones a las que nos someten “en nombre del bien común”. Éstas medidas excepcionales tienen un respaldo que contribuye a poder evitar su deterioro, y a este respaldo lo llaman La Ley…

Uno de los mayores males de nuestras democracias es que se ha ido extendiendo la creencia de que las leyes son el fundamento de las causas justas. Razón de más para no olvidar dos de las ideas fundamentales que expongo: los Estados perviven a través de mecanismos insuficientes de legitimación y la ley que les ampara no responde a los parámetros de la justicia sino a los intereses manifiestos del poder. Viene bien recordar a Montesquieu, “Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”.

Este análisis da buena cuenta, a través de la Ciencia Política, de la necesidad de transformar los principios por los que se regulan nuestros Estados. Pero es la Historia, con su espléndida biblioteca, la ciencia que narra todo lo que acontece y quien mejores y más respuestas nos brinda. Todas las libertades, sociales y políticas, todas las mejoras económicas y todas las transformaciones que han dado lugar al derrocamiento de poderes, élites, imperios, o gobiernos absolutistas, se han producido siempre bien a través de revoluciones sociales o bien con la inestimable ayuda de innumerables revueltas.

Recordatorio. Quien nos domina no nos va a conceder el privilegio de escaparnos de sus lindes. Aunque busquemos otras formas, casi todas las salidas de la opresión han sido y seguirán siendo violentas.

Esta pequeña alusión puede sonar contundente, y para muchos, insolente. Sobre todo en estos tiempos de indignación de manos blancas y de silencios cómplices. Pero el cambio, si se desea, ha de corroborarse a través de la postura que se defiende. Es imposible la transformación sin la exigencia del cambio radical de los acontecimientos. O lo que es lo mismo, no es posible indignarse para pedir dicho cambio si no contribuimos a la ruptura de parte del sistema. Siempre, claro está, que el propio Estado no retroceda o deje de alimentar la violencia (claros ejemplos son los mal llamados procesos de paz, como puede ser el de Colombia).

El sistema, el Estado, los gobiernos y nuestras democracias, están muy bien diseñados para asustarnos, para disuadirnos, para hacernos ver aquello que no existe, para aprender a distinguir entre el mal y su justicia. Todas las herramientas están a su alcance. De ese modo, que alguien pueda mirarse y declararse antisistema es no solo extraño, sino hasta delictivo. Tememos hasta el significado desnudo de las palabras, reconstruidas para protegernos de nuestros pensamientos y nuestra actitud.

Electores, pobladores, habitantes y vecinos, saben que ha de haber responsables, saben que la política no funciona, que nuestro país se tambalea, que las finanzas nos ahorcan, que las multinacionales nos violan. Millones de personas saben que este sistema no solo no nos ayuda, sino que nos estrangula, y están en contra de su mecanismo, de su puesta en escena. Saben que es necesario ir contra él y que hay que derribarlo, para construir uno nuevo. Y casi nadie se atreve a creerse antisistema…

Mantener la pasividad o la negación (también intelectual) es como intentar ganar la batalla refugiándonos en casa del enemigo.

La violencia no es siempre la misma. En la confrontación y lucha por la dignidad y por los derechos, su conciencia revuelve la diplomacia. Cuando los nuevos pobladores persiguieron a los indios, éstos necesitaron hacer uso de ella para sobrevivir en sus montañas. Cuando los europeos colonizaron África, los esclavos enfundaron las armas para impedir su exterminio. Cuando los turcos decidieron batallar contra el pueblo armenio desarmado, los aniquilaron, y un millón y medio de habitantes fueron forzados a marchas kilométricas, atravesando zonas desérticas para morir de hambre, de sed, de robos y violaciones.

Cuando la maldad te mira de frente y quiere borrar tus pisadas, puedes rebelarte o no, pero no hay ética que respalde tu caída ni razón que ampare o defienda tus heridas. No hay cobijo para la barbarie, y a veces, hay que hacerle frente.

¿Tiene el amenazado que legitimar su derecho a la defensa? Estamos bajo las órdenes de terceros que degradan nuestra moral y nuestras conductas. Las leyes de nuestros gobiernos socavan el orgullo de los ciudadanos, y nos someten a penurias que anulan hasta nuestra voluntad. La inmoralidad, el engaño y la perversión son los colaboradores represivos a los que ya nos han acostumbrado.

Lo acontecido a lo largo de la Historia no ha de cubrirnos los ojos, sino abrirnos la mirada. Lo dejó escrito un alemán, Max Stirner, hace muchos años; “El estado llama a su propia violencia ley, pero a la del individuo crimen.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

02- ¿Podemos hablar de equidad en el conflicto cuando toda posibilidad de triunfo subsiste siempre de una parte?

 

Abiertas quedan de este modo todas las heridas. El régimen actual de nuestra relación con quienes nos dirigen está o mal encauzada, o no deja espacio a la solución de la democracia, que no es otra que el respeto a la mayoría.

Somos conscientes del “empuje” del discurso dejando en evidencia los argumentos de los Estados, siempre acompañados de balas y expropiaciones, pero ¿acaso hay modo alguno de contrarrestar tanta perturbación en nuestra existencia sin la necesaria condena, y sin menospreciar tanta ofensa?

Orientar nuestras palabras por los latifundios de nuestra defensa es la primera obligación, y fumigar con nuestras reflexiones todos los marcos teóricos que sostienen la vigencia de este sistema uno de los objetivos ineludibles.

Resolvemos sin demora que entre el Estado y la ciudadanía hay un conflicto, un grave y pernicioso conflicto. Pero dadas las líneas a seguir según lo acordado en constituciones, decretos ley, preámbulos y otros códigos al uso, no ha lugar para  una lucha entre estos dos grupos que se miran de frente legislatura va, y legislatura viene.

Políticos, intelectuales e instituciones concluyen que la solución está en la democracia, esa forma de gobierno que contacta con nosotros cada ciertos años y que por no tener, no tiene ni margen de maniobra. Mas no precisamos de complejas investigaciones ni repasos históricos para concluir que dicho dispositivo, ni es suficiente ni ayuda a solucionar el más mínimo de los problemas.

Aunque los criterios y las artes políticas no hayan cambiado tanto, a día de hoy es un sarcasmo poder hablar de soberanía. Otros actores no elegidos comenzaron ya a proyectar las más importantes de nuestras decisiones.

Que tengamos que rendir cuentas a los grandes consorcios financieros de inversión y asumir que los Estados se encuentran a merced de esta movilidad, no nos proporciona certidumbre alguna, más bien… nos prepara para una nueva fórmula que entender en política.

El odio hacia quienes nos gobiernan se va haciendo insoportable, entre otras cosas porque ya ni siquiera puede haber relación entre el dominante y el dominado, y sin percibir ese poder que antaño se temía, ahora se les desprecia.

Es como si no hubiera nadie para mediar en esta nueva confluencia y los actores que más necesitamos se fueran a platicar con los medios para desacreditar nuestra legítima y apremiante defensa.

Y sin equidad, sin posibilidad de diálogo y sin consenso, el respeto deja paso a la imposición, el acuerdo a la confrontación, y el engaño al riesgo de violencia.

La decadencia más absoluta es el lastre que nos queda. Y decididos a no cometer “fechoría” alguna…, ¿qué nos queda?

 

 

 

 

 

 

03- Desestabilización programada y violencia

 

¿Os imagináis que dadas las circunstancias el pueblo acuerda lanzar una ofensiva contra el Estado, y éste decide acudir al combate con derecho a su legítima defensa? A modo más que simbólico ésta metáfora tiene su presencia en nuestro entorno, y viene a darse cada vez con más frecuencia y con un talante más sofisticado en aquellos territorios donde se dice que la modernidad ha llegado. La abstención es el arma popular que se extiende como la lava cada vez que una nueva erupción estalla en el seno de los gobiernos. Y ante esa decisión no se resquebraja institución alguna, bien al contrario, todo se mantiene en su sitio y nadie notifica el más mínimo arrepentimiento. Porque esa es su “legítima defensa”, mostrar que el pueblo ha decidido y que todo ha de proseguir igual, sin que medie consideración alguna. En esta breve reseña ha de quedar constancia de que alguien, con muy buenos modales pero con una acritud endiablada, nos ha tendido una trampa.

El conflicto deja de lado a los dos contendientes y deja de ser real por inadmisible, y lo que parecía una necesaria emergencia, librarnos de todo Estado opresor y coercitivo, se vuelve en contra nuestra. Gracias a inigualables reglas del juego un intermediario se yergue como máximo protagonista, y en su seno es donde se librará la batalla. Los dos polos quedan imantados por lo que llamamos democracia, y quien debía ser afluente de aguas cristalinas, es sin darnos cuenta el colector de todos los residuos.

El alcantarillado público, con las administraciones al frente y con los ministerios a buen recaudo, se conecta a través de infinidad de ramales con todos y cada uno de los habitantes, del centro y de las periferias. Esto se produce de tal modo que a cada una de nuestras casas (incluso a las chabolas), conexión mediante, llegan normas universales que emanan de la popular soberanía. Pero casualmente no resultan del agrado de las mayorías.

¿Será posible? Lo que parecía un ajuste de cuentas entre dos, pasa por arte de magia a ser una riña continuada entre todos. Entre todos nosotros que, enmarcados tras el bello retrato político, no podemos dar crédito a tanta debacle. Y cuando hasta la ilusión se despeña, nos miramos, nos diferenciamos, y nos restregamos. Y es entonces cuando observamos el mapa y terminamos por creer que somos muchos, que la tierra no da para todos, que la riqueza no llega, y que por el trabajo se deja uno la vida.

El conflicto está a ras de suelo, bajo nuestras pisadas. Nos han otorgado el falso poder de elección y cuando comenzamos a ser conscientes del juego, estalla la violencia.

Pero para entonces la estrategia imperial ya está servida. La visión policial del mundo retiene en sus mazmorras de vigilancia activa no sólo aquello que viene sucediendo desde tiempos inmemoriales, sino también aquello que va a acontecer. Y si no va cumpliéndose como “se esperaba”, se articularán todos los instrumentos para que así sea.

La campaña violenta trazada ofrece normalmente dos alternativas:

  1. Se puede dejar en manos interesadas la capacidad de maniobra necesaria para que cunda el pánico, bien en un barrio periférico, en un territorio por conquistar, o en un país entero. Esta forma de obrar está presente y latiendo en el mundo con una fuerza sobrecogedora, y resulta imposible desenmascarar el centro neurálgico del embate, sencillamente porque diferentes grupos de presión son capaces de cotizar al alza un maniquí disuasorio que luego se tornará en enemigo visceral.

La mano que te da de comer puede pasar a ser la que apriete el gatillo en el momento menos inesperado. Cuestión de logística y de turbación complementaria.

Sería un arduo trabajo recopilar la infinidad de casos donde una desestabilización programada incide en futuras intervenciones políticas para seguir con el control exhaustivo de la población civil y, sobre todo, de sus riquezas naturales. Son muchas ya las investigaciones realizadas para determinar con claridad cómo unos pocos intervienen en nuestras vidas para llevarse nuestras propiedades y, una vez colapsada la opción de continuidad, dejadnos con los excrementos de una tierra ya baldía.

  1. América Latina sabe mucho de eso, demasiado. Y sin que todo ese proceso culmine, porque siempre ronda el imperialismo ciego para dinamitar allá donde encuentra cualquier grieta, hay que añadirle la violencia añadida, ese experimento cotidiano que protagonizan los ejes del poder sin compasión, y cada vez con menor sutileza.

Como si no fuera poco interferir del modo que lo hacen, desde altas instancias y de forma  casi generalizada parece instalarse entre nosotros la nueva fase de agresividad, propagando el dolor y la muerte sin que medie razón alguna. Y la estandarización del miedo es ya la segunda alternativa de la campaña, como si de un elaborado plan de marketing se tratara.

Y en este punto surge el gran interrogante sobre la presencia de la violencia infiltrada con vehemencia desde las cloacas del Estado, perforando el desarrollo de cualquier democracia y aniquilando las escasas posibilidades que quedaban para que ésta emergiera.

Nos situamos. El abstracto monopolio de una lucha sin cuartel contra el pueblo es delirante. Y ha llegado hasta tal punto que considerar ese menosprecio como un proceso anecdótico ha dejado de ser admisible.

La incorporación de la violencia  a las normas sociales ha sido el primer eslabón para convivir con ella, y para dotar al sistema de una razón de fuerza mayor a la que se pliega, consolidando su necesidad rampante.

No es difícil observar cómo se extiende el ánimo arrebatado y enfurecido a través de todos los canales, hasta instalar en nuestros cerebros el chip del enfrentamiento como elemento natural de nuestra especie. Y todo porque la violencia… se estimula.

La propia globalización y sus enormes repercusiones en lo que podemos denominar nuevos focos de pobreza es solo parte de todo un entramado difícil de digerir sin sentir los ánimos angustiados. Pero donde más hierve la inquina es a través de los medios de comunicación, auténticos promotores de un trauma colectivo que nos sumerge en un escenario nada improvisado.

Un informativo cualquiera en casi todos los rincones del mundo pretende generar audiencia, y como si se tratara de un show más nos somete a la vulgarización de los hechos más terribles y difíciles de asimilar. Sin que importe mucho la localización del suceso, podemos pasar de un tren descarrilado en Corea a una inundación en Perú en dos segundos, o de una avalancha en una discoteca de India a un incendio en una fábrica pirotécnica en China. No nos dejan observar los acontecimientos, solo mirar, sin detenernos, y presenciar miles de secuencias de sangre derramada y polvorienta anquilosados en la costumbre.

Si, la globalización. No existe mejor obra para que de manera subliminal nos mande mensajes favorables al capitalismo más ruin e incómodo. Y tras ella la ofrenda al mercado de valores, al dinero inexistente que atropella los silencios de nuestros sueños.

 

 

04- ¿Quién está detrás de la violencia estratégica de los Estados?

 

Nos dicen que el poder del Estado existe y se ejerce independientemente de quien lo haga en cada momento, y que destaca de la sociedad porque asume el monopolio de los intereses públicos con el fin de hacer prevalecer el bien común. Para darle una condición más noble nos hacen ver que se construye bajo el prisma de la soberanía, y si se añade que hay un derecho y una jurisdicción para evitar toda arbitrariedad, que entonces estamos ya ante la forma de administración política por excelencia.

Pero ya he hecho mención especial a uno de los principios que debo de acatar, y que viene a decir que es nuestra obligación distanciarnos de toda teoría que no termina de concretarse en vida.

En el interior del propio Estado siempre ha habido gente con capacidad, sobre todo con contrastadas habilidades para garantizar su impunidad, algo que necesariamente se consigue con una férrea alianza con los dirigentes políticos y con los grupos de presión. Dicho control es el fundamento de las políticas modernas, y el camino para dirigirse hacia él, el objetivo claro de los nuevos actores.

Dado que en la sociedad actual lo que se valora es la libertad individual y el respeto a la propiedad privada, nos será muy fácil adivinar a quién se debe tanto apoyo y quién ofrece tan amplia cobertura.

Las reglas del juego político (porque siempre fue un juego que no debemos olvidar) se transformaron hace mucho tiempo, tanto, que probablemente deberíamos retrasarnos a los orígenes de las primeras corporaciones de prestamistas.

El temible juego de dejar en manos ajenas la circulación del dinero es probablemente la mayor de las calamidades protagonizadas por nuestros estados. Claro que con ello estamos obligados a afirmar que las violentas consecuencias que de ello se derivan representan el caso más delictivo hasta ahora conocido.

Discurriendo por este sendero no me queda más remedio que matizar que no se ha de coger una pistola y asesinar a alguien para así poder hablar de violencia. Basta con permitir que en la bolsa de Chicago se compren cantidades ingentes de productos de primera necesidad para que podamos percibir los nuevos ingenios con que se manejan.

El imperio de la ley, esa epidemia que se ha extendido con el aprecio de los grandes funcionarios públicos y de los insignes dirigentes de las organizaciones internacionales, está guardando bajo buen recaudo las más sofisticadas armas de destrucción masiva. Bajo un envoltorio democrático “incuestionable” infunde alas al crimen organizado y abraza la causa de las clases dominantes. En su regazo descansan mil y una clases de violencia y, peor aún, las fomenta.

La violencia del sistema cogió hace ya tiempo la mala costumbre de estar en todas partes. Diríase que se parece a Dios por ello, pero también porque desde sus entrañas emana toda maldición (y poca bendición) humana.

Su arrogancia es cuando menos curiosa. ¿Qué podría esperarse de quien se asienta sobre las estructuras legales para difundir su fanatismo con tanta solvencia? Nuestra actual cultura bebe, come y sueña con ella. Violencia a través de la televisión, de la estructura económica, de las guerras infinitas, de la liberalización de los servicios, de los terrorismos resucitados, de la publicidad descarnada, de las propagandas descubiertas, de las telenovelas románticas, de los trabajadores vigilados, o de los estudiantes privatizados. Violencia estratégica.

 

Su representación es un hecho. Una expresión descarnada que no vacila, entre otras cosas porque es escrupulosa con la ley, aunque del todo farisea con el pueblo.

Este tipo de violencia arrastra toda justicia por los matorrales, y obstaculiza a los sectores populares airearse o reflotar lejos de las garras punzantes. Es más, los obligan a convivir con ella, y a mirarse de frente arrojándose a las ciudades pensando que allí estarán presentes sus instrumentos de salvación. O los conminan a cruzar fronteras creyendo que más allá se librarán de la miseria. Una suerte de movilizaciones que están muy lejos de poder atender cualquier derecho humano.

Llega así la enemistad, a poblar de gentes las grandes urbes, los grandes estadios y las grandes migraciones. Y unos y otros luchando en espacios diferentes para delimitar la presencia del yo desarraigado y expulsado. Para defender la única parcela que queda, el aliento.

Luchando entre nosotros, mientras lo que parecía ya no es, y surcando hacia el letargo de la apatía.

La violencia como herramienta de control se ha sofisticado sobremanera. Y parece tarde para usurpar ese control a quien lo tiene. De poquito a poco los hombres de Estado fueron ofreciendo sus llaves a los vigilantes del dinero y se hicieron con todo, y lo que era una sociedad ahora es un mercado, y lo que era una huerta ahora es un autoservicio, y lo que era un rio es ahora una piscifactoría, y lo que era una nube es ahora un paquete de humo.

Ese trasvase en la toma de decisiones la hicieron y la siguen haciendo los representantes, que viven en los Estados pensando que son sus casas de veraneo. Y cada fin de semana  reciben en sus oficinas a los futuros liquidadores, y cuando éstos se van reciben a los medios de información, para así diseñar y fabricar mejor el consentimiento de tanta explotación.

Y entre todos construyen los relatos más inverosímiles, las mentiras más obscenas, y las manipulaciones mejor construidas.

No existe mejor disciplina que la que viene ejecutándose desde hace tiempo. Los políticos, los gobiernos y los Estados ya no se deben a ningún ciudadano. Ahora son sólo despojos de una maquinaria repleta de francotiradores.

Hay que insistir hasta recuperarnos de un progreso contaminado. La violencia que con mayor rigor se está ejecutando en el mundo es ésta, la decisión del Estado de pasar a manos del dinero. El mayor caso de terrorismo de Estado, capaz de aniquilar miles de personas por segundo, y de dejar en la cuneta a la República, a la Democracia, y a la gran Utopía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

05- Urge salir de tanta intimidación

 

Seguir especulando sobre dónde radica la fragilidad del Sistema y, peor aún, sobre quiénes son los causantes de tanta violencia exaspera. Si sabemos que el capitalismo no puede subsistir sin apropiarse también de los medios de producción de conciencia, no nos queda otra que cultivar la paciencia y dejar de consentir a éstos intermediarios como generadores de tanta guerra.

Si sabemos que un número reducido de grupos mediáticos controlan casi la totalidad de la información que circula por el mundo, estamos en la obligación de cuestionar estos medios masivos que sostienen y reproducen los intereses de empresarios y banqueros. Y si sabemos que su objetivo es seguir impulsando su tiranía, hemos de constatar el hecho, sin ambigüedades, sin declinar en cuestiones morales ni otras matizaciones.

La amenaza no trata sólo de un sometimiento al criterio unificado de la barbarie. Es ya un hecho real de muerte y generalización de la pobreza, es ya un compendio de vidas humanas amordazadas, esclavizadas, hambrientas y manipuladas.

Ya entendemos este mundo, no tienen que venir a monopolizar el relato acerca del mismo. Y en su intento, han de tenernos en frente.

Esta democracia no nos sirve, la violencia gratuita nunca ayuda, y el Estado es un peregrino que va de mano en mano. El único logro posible nos obliga a desentendernos de todo el proceso, ese que llamaron progreso. Y solo hemos de preguntarnos si tenemos la capacidad suficiente para darle la vuelta al mundo, y ponerlo patas arriba.

Lógicamente, somos nosotros quienes deberíamos ser protagonistas del cambio, y quienes habríamos de procurar que todo se redujese a cenizas para construir una nueva sociedad. Hacerlo desde lo establecido no parece tener mucho futuro. Es del todo aventurado pensar que lo que no hemos conseguido en dos mil años de historia lo podamos conseguir ahora que estamos maniatados por una serie de resortes perfectamente construidos.

Si apelase a la unión de la clase obrera, a la concienciación de la lucha, a la necesidad de adueñarnos de los recursos productivos, y a esa planificación desde el seno de los partidos políticos, creo que estaríamos repitiendo procesos de los cuales no podríamos salir airosos, dado que éstos mismos nos demuestran que no hay posibilidad alguna de alterar el rumbo desde dentro del sistema. Toda transformación se dio en los sindicatos, en las barricadas, en las calles, en las pieles dibujadas de heridas y sudor. No en las oficinas, donde se firman los trapicheos y los canjes, donde se da la espalda a la verdadera causa de los males.

Es reiterativa e ineludible, y nos golpea constantemente la necesidad del cambio, pero probablemente estamos alejados del objetivo porque no partimos con precisión rumbo a ese gran sueño. La razón es más sencilla de lo que pudiera parecer: no es posible el cambio dentro de éste sistema, porque en su génesis y en su puesta en escena lleva consigo el dolor y la desigualdad. No puede alterarse la órbita porque el núcleo sobre el que gravita es realmente pernicioso. Solo cabe destrozar el capitalismo y fundar una nueva táctica.

¿Alguien se imagina que en el centro de operaciones de este ambulante mercado de la degradación, hablo de Estados Unidos, pueda surgir un partido que cumpla con los requisitos necesarios para solidarizarse con el oprimido y llevar su causa a la Casa Blanca? En condiciones normales, es decir, siguiendo las pautas que marca su ordenamiento jurídico, su sistema de partidos, y su operatividad institucional, no solo es imposible, es hasta inimaginable.

Claro que ante este planteamiento cabe decir que no todos los países siguen el mismo proceso, ni parten de una situación similar. Pero no hemos de llevarnos a engaño, creer que una Uruguay (sobrevalorada) puede ser el espejo de una futura transformación es rendirse a la ingenuidad más absoluta. Cabría tal probabilidad si México la dividiéramos en cien pedazos, y lo mismo hiciéramos con Brasil, Argentina y todas las demás naciones.

La gobernabilidad está cada vez más alejada de la ciudadanía, y ésta necesita como primera condición sentirse y estar cerca del poder de decisión, y tener las herramientas adecuadas para involucrarse en el proceso y asistir en comunidad siendo protagonistas de todo acontecimiento.

La globalización no es  en ninguno de los sentidos catalizadora de desarrollo alguno para la mayoría de la población. Es una cadena enorme que tiene como principal objetivo crear sujetos consumidores desde Buenos Aires hasta Singapur. Es parte de la lógica capitalista, regida por unas leyes que sólo buscan el aumento de beneficio y que conlleva una serie de transformaciones con graves repercusiones para quienes quedan fuera del proceso de enriquecimiento. Lidiar contra ella es más necesario aún que expulsar a los ejércitos de nuestras fronteras.

Quienes nos dirigen nos cuentan que la capacidad de consumo es lo que nos hace modernos, la que alimenta nuestra felicidad, el objetivo de los países en vías de desarrollo. Pero esa premisa encierra las fisuras del pensamiento liberal, y tal y como manifiesta Eduardo Galeano, trae consigo el derecho al derroche, privilegio de unos pocos en nombre de la libertad de todos.

La que parece invisible violencia del mercado es la causa del hostigamiento continuo al que estamos sometidos. Es la dictadura que nos hace iguales en el ansia de compra, uniformizando hasta la última neurona pensante, y llevándonos sin remedio a ese laberinto cuya única puerta de salida corresponde con el inicio de la revuelta.

Desde altas instancias del Estado se llega a acuerdos con altas instancias del Fondo Monetario y el Banco Mundial, y entre ellos y otros más siembran las bases de las violencias más extendidas. América del Sur ya fue asfixiada con esa praxis delictiva, y en su lucha por salir airosa de la contienda sigue presionada, arrinconada, y vejada sin escrúpulos para no permitir que tome tan siquiera un poquito de aire. La actual situación no la resuelve democracia ninguna, entendida ésta como los regímenes que se han extendido de la mano de la globalización. Solo cabe la ruptura, el desapego, la huida a territorios alejados de la injusticia.

El mundo que habitamos es un mercado dirigido por la globalización, y la posibilidad de asentar la democracia o alejar la violencia es del todo improbable. La razón sigue viva cada día; las riendas las lleva un universo financiero resuelto a modificar aún más las reglas y dispuesto a hacer posible que una minoría prepotente se haga dueña de todo lo que nos rodea.

Las consecuencias de todo ello priorizan entre los sectores populares el ejercicio de cierta “violencia” dada la necesidad de luchar abrazando las causa justas, o empujados por el ánimo de transformar el statu quo. Y muchas veces incluso parece ser que desde el propio Estado se ajustan ciertos dispositivos para alentar a la práctica de dicha violencia, y así responder con motivos suficientes. Lo acontecido los últimos meses en Estados Unidos con esa indiscriminada ola de asesinatos de hombres negros por parte de la policía llama enormemente la atención, por la frivolidad con que se hace gala de ese “ejercicio de poder”, y también por las situaciones tan inverosímiles en las que se han dado.

 

La salida se presenta inevitable. El Estado, el Sistema de Partidos o la Democracia, son títeres del capitalismo que, en mayor medida, están perfectamente programados para repeler toda lucha de los movimientos sociales. Y si cada cierto tiempo necesitan ajustar sus parámetros para mantener la expansión del mercado, se acuerdan nuevos procesos y prosigue su solemne marcha.

Nos han destruido las economías de subsistencia y paralelamente han provocado una dependencia progresiva de los ingresos monetarios. Nos están expulsando del estado de bienestar, reconvirtiendo a cada trabajador en un sufrido individuo lleno de necesidades. Han privatizado los bosques, los mares y hasta las especies animales, estableciendo la agroindustria, la extracción de minerales o lo que podría resumirse como total apropiación.

Un nuevo colonialismo para un nuevo orden mundial. Y todo ello ha seguido una pauta, no ha surgido como repunte de ninguna improvisación. Hay una reorganización constante, donde se deja de invertir en mejora de vida para construir como ya algunos afirman, el planeta de las ciudades miseria.

Y lo peor de todo, han arrebatado las tierras a quienes más las necesitaban, para que se conviertan en focos de extracción, y no de consumo humano. Este es el golpe definitivo para impulsar la migración, y si hace falta una guerra se llama a sus puertas para que vengan los ángeles negros. Y si hace falta una incursión se crea cualquier condición para que se vea como necesaria.

Todo ello, repito, viene sucediéndose desde los inicios remotos del capitalismo, y su internacionalización más completa está repercutiendo aún más en un mundo desmantelado que, ésta vez además, viene a morder a destajo. Antes este proceso traía consigo catástrofes humanas lejos de las fronteras donde se vivía el desarrollo, pero ahora la desestructuración es global, de norte a sur y de este a oeste. Y todo indica que el empobrecimiento y el hambre se extenderán también en ese norte que se creía ajeno y a salvo de tanta cruzada. Estados Unidos ya es un claro ejemplo de ello, aunque Estados Unidos ya es un claro ejemplo de todo.

Por si las razones expuestas no suponen ya un duro golpe a nuestra conciencia, queda esa milagrosa financiación de la sumisión y el vasallaje a través de la deuda, y su efectivo golpe contra toda esperanza.

Se cierra mi evaluación porque tampoco necesito ensanchar la galería. No hacen falta más evidencias para sancionar tanto al Estado como a su Democracia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

06- ¿Debemos detenernos a seguir pensando qué está sucediendo, o directamente estamos obligados a pasar a la acción?

 

Yo mismo me pregunto sobre el papel que desarrolla quien es capaz de estar horas sentado sobre la mesa indagando sobre el futuro incierto que nos llega. Y resuelvo, cada vez con más urgencia,  ir desprestigiando los modelos de pensamiento, acotar tanto experimento de inspiración intelectual y ceder paso a la convergencia de todos quienes sintamos la necesidad de derribar los muros y popularizar la felicidad.

Conducir una idea universal, por muy buena que nos parezca, ha de ser rechazable de antemano. Sería como inspirar una globalización del pensamiento opositor. Ni estamos todos en el mismo puerto de salida, ni querremos ir a idéntico jardín a descansar.

Mi propuesta emerge de la absoluta discordia con el mundo actual y del firme deseo de construir un poco de posibilidad. Sabiendo que para ello ha de haber una etapa de ruptura, de colapso, y de involución, entendiendo ésta como desapego con el proceso actual de desarrollo.

Una retirada a tiempo será menos maléfica que continuar constantemente en el intervalo de las crisis económicas, que a cada embestida arrinconan a millones de personas de la vida. Hemos de replegarnos, de ajustarnos el cinturón, y hemos de alejarnos por completo del horizonte de la globalización.

Si ante la invasión hay que estar descalzos frente a los tanques, reniego de dicha declaración. ¿Cuántos muertos han de haber cada día en el mundo para que comprendamos que no podemos esperar más? ¿Cuántas experiencias han de fracasar para que abramos los ojos a la realidad?

Una cosa es incitar a la violencia y otra manifestar el derecho a la defensa. Son dos cosas bien diferenciadas, y quien acredite ilegítimo protegerse, que vaya a Siria a pasear por sus calles pidiendo la paz, o que atraviese México de norte a sur y de este a oeste visitando los cárteles y sus cárceles, o vaya de vacaciones a bosques y selvas esperando que una excavadora le aplaste. Del mismo modo que todos tenemos derecho a comer una estúpida hamburguesa, también lo tenemos para vigilar nuestra casa, o lo que debería ser nuestro hogar.

Esto último ya es hasta un privilegio, porque ¿quién tiene una casa en propiedad? Mayormente quien apenas ha de defenderse de nada, porque ya está embarcado en la mediocridad.

No se asusten. Debemos. Nos debemos. Y con ello hay que aprender a mirar. Y no es lo mismo hacerlo desde la oficina que desde la selva de Lacandona, no es igual escribir una tesis sobre Colombia que vivir en Colombia refugiado en la clandestinidad. Nada es comparable a estar en la miseria, a morir de hambre, o a esperar la muerte por una bala indiscriminada. Nada puede ser solvente si no partimos desde esa base, desde la capacidad de reacción a esa cruda realidad que supera cualquier hecho anecdótico de nuestras vidas.

Hay que activar todos los protocolos porque nuestro mundo es un continuo estado de emergencia, en el que cada segundo parte una ambulancia medicalizada, a intentar reponer de un ataque a un pedacito de tierra que ha infartado.

 

 

 

07- ¿Es posible distanciarnos del Estado?

 

Desde instancias académicas, desde nuevas formulaciones para paliar el maltrecho mercado de trabajo, desde las ciudades tullidas, o desde emplazamientos diversos y distantes en el mundo (que buscan sobre todo emprender nuevas vivencias), hay una cada vez mayor confluencia en un aspecto humano. Nos necesitamos, y nuestra colaboración es el germen de la emancipación.

No es casual que las micro-cooperativas, las redes de economía alternativa o la expansión de centros sociales auto gestionados estén a la orden del día. Son la respuesta automática a la constatación de la pervivencia de ese enemigo común que mancilla nuestras vidas.

La recompensa que recibiríamos tras una lucha de emancipación sería admirable, como lo fue aquella vez que la mujer se irguió para mirar de frente al hombre que la oprimía. La meta es un estallido de tranquilidad a cada momento de lucha, sin que podamos ver liberación definitiva alguna, porque siempre habrá violencia.

No hay por qué pensar en alcanzar la desaparición de toda dominación. Basta con encender los dispositivos a nuestro alrededor. Pero hay que habilitar espacio en nuestro interior para dosificar el trabajo, y para poner en pulsión a la mayor parte de la población.

Unas prácticas cada verano con asignaturas como la importancia de la subversión o el anclaje de la revolución. Esperar el desmoronamiento de los medios de comunicación. Un ajuste de cuentas con algunos emperadores de las finanzas. El decaimiento del capitalismo por su propia fuerza interior. O la expulsión de nuestros pueblos del reconocido tirano de cada generación, no son viajes sustanciosos a ningún vergel, porque nunca se podrán dar, y mucho menos generalizar.

Hay otros modos de debatir o de decidir, pero cada vez queda más claro que ha de haber otros modos de actuar. Democratizar la acción y pluralizar el compromiso es de vital necesidad. Porque ya no se trata de una  desconfianza hacia nuestras instituciones, se trata de un claro enfrentamiento con el poder.

Han pasado muchísimos años departiendo de nosotros; les encanta hablar en nombre de los demás, y es hora de poner nombre a nuestros propios actos y nuestros propios pensamientos.

No necesitamos que nadie nos represente, porque somos emergentes en nuestro propio avance, y la única mediación que necesitamos es la de quienes nos acompañan. La mayor fuerza es insistir en que nos están abatiendo, y que tras cientos de años de repetición del mismo cuento, es hora de escribir las bases para la nueva pervivencia.

La integración en el sistema, sea desde la ciudadanía o sea desde la participación política tradicional es un fraude, ni tan siquiera es un mal menor. Que no sepamos contrarrestar ésta democracia, o que no sepamos aún distanciarnos de éste estado no incrementa la duda ni desdice el sufrimiento que causa a tanta gente ésta horrible situación. Detenernos es un gran avance, para no tomar jamás el camino hacia ningún poder.

Es prácticamente nula la posibilidad de asumir un futuro liberador dando un salto a través de la vía electoral integrada en las gradas de la globalización. Asumir la práctica y las mismas formas de quien nos controla, siempre incidirá en la forma de ser y de pensar de quien se preste a ello, y no habrá puertas para tamaña empresa.

No sé qué hay más allá del Estado, pero intuyo que ningún intento por el poder nos puede traer espacio alguno de libertad. La única pretensión debe ser sabernos al lado, conscientes de nuestra disposición.

Las condiciones de vida han de ser revisadas por completo, para ir abandonando todos los espacios de in-decisión. Tenemos el deber de mirar justo al otro lado, y dejar inservibles las bases militares, los imperios y sus mercados internacionales. Lo pequeño es la mejor apuesta de gobernabilidad.

Nos violentarán a lo largo de todo el camino, como lo han venido haciendo a lo largo de toda la historia, y habrás de saber que en tu defensa nunca habrá violencia sino el derecho a la rebelión como único destino.

Nos violentarán con nuevos consumos, y degradarán cada posibilidad de observar con atención el cielo, pero observaremos todas y cada una de las calamidades para comprometernos con celo.

Las soluciones no vendrán de aquí, de éste Estado fatigado. Pero no esperes milagro alguno, porque probablemente te encontrarás contigo mismo, pero esta vez como  individuo crítico dispuesto a interrogarte de nuevo.

¿Dónde está el norte? Sigo dudando…, pero sigo.

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