Tamer Sarkis Fernández
Especial para LA PLUMA (Colombia-Francia)
24 de diciembre, 2013
Nació de unos padres tan creyentes, que siendo muy niño viajaron con él al templo de Jerusalén, donde -era costumbre entre devotos- la familia pagaba una suma de monedas de oro en símbolo ritual de “rescate” a la criatura, perteneciente por defecto a la comunidad.
Nació en Palestina, país ocupado entonces por Roma, pero, viendo con claridad la viga en ojo propio, no se dedicó demasiado a cargar contra el Imperio. Pues, sin toda aquella corrupción judía de servilismo, de postrados, de pragmáticos, de “realistas”, de mediadores y de pedigüeños, ¿qué habría podido el Imperio?. La cruda realidad diaria de la Potencia romana, con su látigo y acero, no importaba en el fondo; no determinaba. Prender los espíritus corrientes con el fuego de la memoria y trasladarlos a aquellos remotos días de los Profetas: eso haría arder en llamas a la opresión como al tigre de papel que era ella. Ese acto de llevar al oprimido a contraste vergonzante consigo mismo y con sus pastores (los apoltronados Jueces, rabinos lame-botas), derretiría a los pastores, y con ellos al rebaño, como se deshace un azucarillo en té caliente. “No he venido a traer la paz, sino la espada”: el favor y respeto de nosotros mismos es todo lo que nosotros necesitamos para iniciar la andadura de liberación, y “al César lo que es del César”. ¿Qué nos importa el FMI y todo su dominio ejercido sobre los mercados financieros, o el BCE y su euro, a quienes reunimos Voluntad de independencia total respecto del Tinglado?.
Sin Caifás, sin Sanhedrín, sin Judas, ¿de qué agua iban a beber Pilatos o Herodes?. ¿Cómo traduciría hoy Merkel sus órdenes del alemán, sin su coro de enanitos ministeriales en Madrid?. ¿Hacia dónde apuntaría hoy su arma el Tío Sam sin las ratas compradas por 2000 $ en el mercado del Vacío travestido con los ropajes “idealistas” del “integrismo y la hermandad”?.
A los fariseos, que en consuelo cubrían al pueblo con su Talith de chovinismos, de complacencias y de falsos orgullos para mejor apaciguarlo ante el Centurión con quien el fariseo cenaba tras la jornada, les dijo que se dejaran de rollos macabeos: que no había Pueblo Elegido ni Mesías que por voluntad divina fuera a devolverles las tierras a los ocupados. Y escupió a la farisaica filigrana hecha de populismo conciliacionista, recitándoles que “mi estómago tolera a los fríos y a los calientes, pero no digiere a los tibios y los vomitará”.
Y él, que había traído la espada, donaba la suya a combatir por la vida, contra un millar de oficiantes oportunistas que estaban haciendo, de la muerte, su negocio vivencial. A ellos advierte: “Quien a hierro mata, a hierro muere. Y el que vive por la espada, a espada perecerá”. Pues donde hay opresión, hay resistencia, teniendo reservado el matarife, tarde o temprano, su destino maldito. Destino obediente a pura Ley de la Causalidad. El pueblo sirio es, hoy, sepulturero de caza-recompensas; no importa cuántos entren.
Allí donde iba, confrontaba al clero, cuya lengua culta, el hebreo, jamás usó en sus parábolas. Se dirigió al pueblo en su propio idioma, el arameo, y en él habló a los discípulos al bendecir la que había de ser su última cena: “Tomad de él -partiendo pan-, pues ésta es mi carne”. El subversivo juego de palabras resulta explicable como sigue:
La voz hebrea antigua lahem (“pan”) coincidía fonéticamente con la voz aramea lahem (“carne”), y Cristo, a través de la pirueta lingüística, estaba deslindándose una vez más respecto del stablishment, de sus instituciones, sus cargos y sus palabras hebreas. “Lahem” era “carne”, para el pueblo y para él. La suya propia. Él mismo había nacido en Beth Lahem, literalmente “la casa de la carne” en lengua popular y “la casa del pan” en el vehículo expresivo de los fariseos.
El templo era territorio de lo Sagrado; espacio de com-unidad donde ésta se da trato y lo recibe en tanto que fin en sí, y de ningún modo utilizando al prójimo como medio para la obtención de rentabilidades. Contra la prostitución mercantil de ese espacio, Cristo irrumpe lacerando a los comerciantes, cuyo verdadero dios -Marx recordaría en su crítica de Bruno Bauer- es el dinero: “¡Serpientes, raza de vívoras!. ¿Cómo vais a escapar a la condenación de la gehenná!”.
A los judíos saduceos, snobs helenizados greco-hablantes, ricos mercaderes y burgueses dependientes de las compras imperiales y de su buen trato, quienes vendían, con cada remesa de sus mercancías, al pueblo entero, quienes escuchaban del rabino agradecido las dulces palabras admonitorias que querían oír…, les dijo Cristo que “Es más fácil ver a un camello atravesar el ojo de una aguja, que ver a un rico atravesar las puertas del Paraíso”. Y les dijo a unos y a otros, a ricos y a pobres, a fariseos y a zelotes, a esenios y a sicarios (sectarios portadores del cuchillo, o sika), que no eran mejores que el gentil; que la idea de Supremacía judaica era mortal ofensa a lo Sagrado -al ser humano-; que radicalmente ser humano es ser hermano; que presumir de haber recibido una tierra en Promisión Divina no podía ser más que vanidad ridícula a ojos de cualquier ser genuinamente superior. “Mi reino no es de este Mundo”.
A caballo entre los siglos II y I antes de Cristo, los descendientes de las élites judías “exiliadas” en Babilonia habían asaltado el centro y el sur de Palestina (“A sangre y fuego”, Josué) auspiciados por los persas, nuevos líderes regionales. Tras la ocupación territorial, sangría demográfica y asentamiento, el Rabino (o Juez) se afincó en el poder ideológico a través de su manipulación/tergiversación/uso escrito (Torah) de la memoria hebrea oral antigua, tanto como se afincó en el poder político a través de la figura del Sanhedrín. Demoliendo la figura fetichizada del Rabino, Juez, en el poder, Cristo expresa ante el pueblo: “No juzguéis, y no seréis juzgados”. Había que arrojar, al rabino, del podio de la ideología, así que Cristo afirmará que, quienes juzgan, un día serán juzgados, abriendo el camino de la relativización popular del poder y de su afrenta material (es decir, abriendo objetivamente la puerta de la disidencia y la resistencia a la fuerza política, y no solamente con el arma ideal -siempre inconclusa- de la crítica).
Los samaritanos eran gentes -israelitas en su mayoría, pero también filisteas, cananeas y greco-fenicias- que habitaban el área septentrional de Palestina, y que habían resistido con éxito a las embestidas repobladoras y teológicas lanzadas por aquella invasión judaico-rabínica del siglo II a.C a la sombra de Persia (el Libro de Esdras falsifica la datación). Los samaritanos no habían consentido en judaizarse (si entendemos el judaísmo, grosso modo, como profesión de la Torah) ni reconocían Jerusalén como ciudad santa, reclamando, tal y como ya lo hicieran en tiempos del rey David, trasladar el arca de la Alianza mosaica desde Jerusalén a Samaria. A los judíos reclama Cristo respeto al samaritano, que a él mismo socorrió, contra la indiferencia que en su apuro el Nazareno había encontrado entre “sus semejantes” de Judea. Semejantes -les dice- somos los seres humanos de buena voluntad, que vemos reflejada en los demás nuestra propia necesidad sociable.
Y como cientos de años atrás habían hecho los tenidos por profetas, Cristo fue al desierto del Negev, a encontrarse a solas frente a la tentación, a buscarla, a invocarla, a retarla, a tratar de vencerla. Sin más compañía que la humanidad entera portada en sí por la persona sola. El género humano en las entrañas del individuo, cuya fuerza indoblegable le habían revelado las comunidades esenias pre-figurativas del modelo monástico que Cristo comunicó a Pedro. Monasterio, del griego monakhós (unidad, comunidad, gemeinschaft): radical antítesis de la iglesia concebida como “institución asociativa formal”. Porque su tentación era sus demonios. La antítesis en su dialéctica interior personal. La debilidad con la que el Género humano en trayecto de auto-trascendencia revolucionaria jamás puede pactar.
Hoy, mientras las masas de espectadores “occidentales” son tentadas a cada momento por los medios de las clases dominantes, de quienes el ex-presidente iraní Mahmud Ahmadineyad dijera con acierto “No son cristianas”, los árabes cristianos son forzados -Siria, Iraq, Sudán, Egipto…- al desplazamiento, al éxodo y al genocidio. Para tal empresa, el Hegemonismo anglo-sionista ha constituido, producido, armado y hasta entronizado a sus camadas fascistas confesionales, que aparecen dulcificadas y hasta victimizadas en pantalla. Se trata de la silenciosa “limpieza” poblacional practicada día a día contra quienes incomodan, por ser prueba viva de una complejidad y pluralidad sociológicas que pone en entredicho al Choque de Civilizaciones, ávida de territorios monocromos, barbarizados, proyectados premeditadamente “contra” sus propios diseñadores “occidentales” (y digo “contra”, entiéndase, en la mera virtualidad del espectáculo).
Y así como los chiíes no reconocen sacralidad en el Antiguo Testamento, en la Torah, por considerarla un compendio de textos apócrifos, tampoco los católicos orientales lo tienen por parte de la Biblia. Esto hace de ellos, para el fundamentalismo Supremacista israelí, población irreconciliable, no susceptible de pacto, y así candidata al solo tratamiento terminal de “la solución final”. Pues, como condición previa al Juicio yahvítico instaurador de su “supremacía definitiva”, el mesianismo torahico no puede tolerar, a lo largo del Eretz Israel (del Nilo al Éufrates), más que a grupos humanos político-económicamente sometidos al “Pueblo Elegido” e ideológicamente claudicantes con su “diferencia ontológica de divinidad”.
En la ciudad de Granollers, Nochebuena de 2013
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